Meteoro nº 24 Un psicoanalista en New York. G. Dessal

cropped-logo22.png

Meteoro nº 24 Un psicoanalista en New York

Contenidos

Soy un alien, un psicoanalista en New York, Gustavo Dessal

 

Edición para imprimir meteoro-no-24-un-psicoanalista-en-new-york

120000-91391_product_1280031074_thumb_large

Soy un alien, un psicoanalista en New York”*

Gustavo Dessal

Psicoanalista y escritor. Analista Miembro de Escuela (AME) de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP)

 

Llegar al aeropuerto JFK es zambullirse de pleno en la sociedad de la vigilancia. A fin de atenuar el sentimiento persecutorio -que a raíz de la multiplicación de atentados se intensifica cada vez más- la estrategia del estado consiste en convencer a cada ciudadano de que forma parte del ejército de defensa. No estamos siendo controlados, sino que todos unidos y empleando los recursos adecuados seremos capaces de derrotar el mal. Hay carteles en el aeropuerto y en la parada de taxis, en los que se ve a un miembro de las fuerzas antiterroristas equipado con un uniforme de combate y un armamento de última generación. A su lado, una joven común y corriente que -en lugar de un fusil de asalto- tiene su teléfono móvil en la mano. “El oficial Marcos Porrada está bien equipado para mantener segura nuestra región. Darleen también” Unas flechas señalan que Darleen tiene ojos, oídos, y por supuesto su móvil. Ambos forman un tándem de seguridad. El oficial Marcos Porrada está capacitado para actuar, y la ciudadana debe cumplir con su deber de estar bien atenta con sus ojos y oídos, y no dudar en hacer una llamada telefónica alertando sobre cualquier cosa que considere sospechosa. La misma recomendación puede verse en el interior de los vagones de metro y en los autobuses. “¿Ha visto algo raro? No lo dude. Avise”. Todo puede ser raro, y nada a la vez, en esta ciudad donde todos los días millones de personas salen a la calle convertidas en potenciales sospechosos y sospechadores.

dessal1

Resulta fácil utilizar el calificativo de “paranoia generalizada” para describir la atmósfera que aquí se vive, pero la realidad es que los americanos se sienten tan amenazados como el resto del planeta, solo que son conscientes de que la guerra no es solo aquella que vemos en los medios, sino también la que se libra cotidianamente en todos los lugares. En Central Park, un anuncio ofrece una recompensa de hasta 12.500 dólares a quien pueda proporcionar información sobre una explosión ocurrida el pasado 3 de julio alrededor de las 11 de la mañana. Busco en internet la noticia, y leo que un joven de 18 años que paseaba ese día y a esa hora por allí, pisó un paquete que le voló un pie. Al parecer se trataba de un artefacto pirotécnico casero, presumiblemente fabricado no con el propósito de herir a nadie sino para festejar el día de la Independencia. La noticia no explica cómo el paquete, empapado por la lluvia y carente de detonador, logró explotar.

img_7680

Claro que estas cosas, así como los artefactos explosivos de Chelsea que sí obedecen a la guerra terrorista, no detienen el espíritu ni el movimiento de esta ciudad donde la opulencia y la riqueza se asientan -como es habitual- sobre bases un tanto turbias. Todos los años, una simpática institución local celebra la entrega de un premio titulado “The golden toilet” (“El inodoro dorado”) por el que se reconoce lo más repugnante que ha tenido lugar. En esta ocasión le ha correspondido a la New York City Water Trail Association -una entidad independiente dedicada a medir el grado de salubridad de las aguas de la ciudad- que tras haber demostrado mediante cuidadosos estudios y análisis el grado de contaminación fecal del agua potable, recomienda beber cerveza en lugar del agua del grifo. El premio es un desatascador de inodoros pintado de plateado. Lo recibe orgulloso uno de los miembros de la Asociación, mostrándolo para la foto como si de un Oscar se tratase. En Nueva York el dinero fluye con la misma velocidad con la que la mierda se expande por las cañerías de agua potable, y ambas sustancias conforman el reverso de una misma moneda, o quizá sea más oportuno decir de un mismo billete.

Los neoyorquinos, impregnados tal vez del espíritu judío que aquí se respira por doquier, tienen una gran disposición a reírse de sí mismos, aunque no por ello dejen de creer en sus mitos habituales. El guatemalteco que en una tienda de la Sexta Avenida me vende un vaquero, y que lleva treinta y un años viviendo en esta ciudad, responde con mucha claridad a mi pregunta sobre cómo es la vida en Nueva York: “En mi país vivía de sueños. Aquí vivo de realidades”. Evidentemente, nada tengo que objetar a un resumen tan pragmático y concreto de la diferencia entre el lugar donde nació y aquel donde ha emigrado. “Aquí puedo comprarme lo que quiero”, añade, por si acaso no hubiese sido bastante claro.

He tenido la inmensa suerte de volver a New York en este período del año en el que faltan pocos días para las elecciones. La batalla Hillary-Trump está presente en todas partes, y es evidente que las simpatías de la ciudad se inclinan hacia la dama. En una tienda de artículos para mascotas venden unas simpáticas reproducciones de Donald Trump, fabricadas con algún material de goma o plástico para dar de morder a los cachorros. La famosa Trump Tower de la Quinta Avenida tiene una sólida camioneta de la policía en la entrada, y barreras para impedir que nadie aparque en la puerta, tal vez en previsión de algún atentado.

Los seguidores de Trump no dudan en emplear todos los recursos que tienen a su alcance para promocionar el slogan de su campaña “Trump: Make America great again”, algo así como “Trump: devuélvele su grandeza a América”. No sé si esta habrá sido la idea más inspirada, pero es una pequeña muestra de que para sus fieles cualquier lugar es bueno para depositar el mensaje: La fortuna me sonríe, puesto que al pasar por el rascacielos de la Fox News, la cadena de televisión que promociona la campaña de Donald, encuentro un pequeño grupo -no más de diez personas- que se manifiesta en la calle apoyando a su líder. Están contentos, aunque algo frustrados, porque por lo visto esperaban que las cámaras de televisión salieran a recibirlos. Tan solo uno de los porteros del edificio se acerca con una escoba para cumplir con su tarea habitual, mientras otro un poco más allá, empleando un instrumento ad-hoc, arranca los chicles que tapizan las aceras de los Estados Unidos.

dessal2dessal3

Los manifestantes están deseosos de hablar con los transeúntes, incluso uno de ellos señala a las dos mujeres del grupo, gritando “¿Veis? ¡Hay mujeres entre nosotros!”, en alusión a la sarta de imbecilidades que Mr. Trump acostumbra a soltar sobre el sexo femenino, y a las acusaciones de abuso sexual que en los últimos días le llueven desde todas partes y que probablemente le han asestado un golpe mortal a su candidatura, en un país donde se puede amenazar con construir un muro frente a la frontera mexicana pero se paga muy caro pasarse de listo en materia de sexo. Si cabe alguna duda, que se lo pregunten al marido de la contrincante. Solo unos turistas japoneses y yo nos detenemos. Al principio tímidamente, luego con más descaro, hacemos fotos y filmamos a esa manifestación en miniatura, compuesta de sujetos a los que no sería necesario someter a muchas entrevistas preliminares para aventurar su diagnóstico, que podría hacerse de manera visual con bastante probabilidad de acierto. Una mujer me llama particularmente la atención. Tiene más de setenta años, un estilo Dolly Parton, pero con menos delantera y casi seguro una cuenta corriente mucho menor aún. Se ha colgado por todo el cuerpo unos cartelitos escritos a mano, en los que pueden leerse mensajes amenazantes y cargados de odio. “Es hora de sacarles toda la mierda a bombazos”. “Hillary sí que es una puta”. “Hasta el Cielo tiene puertas”. “Antes los veteranos que los refugiados”, “Yo dejaré mis armas cuando los ladrones, los asaltantes, los violadores y los terroristas dejen las suyas”. Recordé entonces aquello que Lacan observa en su Seminario III, “Las psicosis”: ¿Qué sucede cuando el sujeto ya no dispone de la carretera principal? Debe tomar caminos colaterales. Para que no se pierda, verá aparecer enseguida un buen número de cartelitos, señales indicadoras para orientarlo.

img_7695

Los americanos necesitan volver a creer en sí mismos, y están ávidos de los fabulosos relatos de coraje que alguna vez hicieron grande a esta nación. Relatos como los de las diligencias de la Wells Fargo corriendo por las llanuras, y defendiéndose a tiros de los asaltantes. Bueno, tal vez no he elegido el mejor ejemplo, puesto que -¡oh, casualidad!- en estos días ha estallado un nuevo escándalo, precisamente protagonizado por la Wells Fargo, que con el paso del tiempo dejó de ser una empresa de transporte de personas, mercancías y valores, para convertirse en uno de los bancos nacionales más importantes y populares. Sus altos cargos habían diseñado una estrategia de estafa para que los objetivos anuales se cumplieran: convencer a los clientes de que abriesen cuentas innecesarias, por las que se les cobraban impuestos y comisiones de mantenimiento desorbitados. Los ejecutores eran un enorme grupo de empleados a lo cuales, bajo amenaza de ponerlos en la calle, se los forzaba a utilizar mecanismos engañosos con los usuarios. Finalmente alguien decidió denunciar el asunto, y la fiscalía ya está manos a la obra. Es algo a lo que estamos acostumbrados los ciudadanos de cualquier país más o menos normal. Pero en este caso me interesa el testimonio de Angie Payden (curioso apellido, homofónico con “pay then”, “paga entonces”), una de las empleadas del banco, quien confiesa a la prensa que sus terribles escrúpulos de conciencia por verse obligada a estafar a los clientes le desataron una grave angustia y frecuentes ataques de pánico. En una ocasión, al sufrir una de estas crisis en su oficina, decide ir al lavabo y beber un trago de alcohol en gel, ese que se utiliza para desinfectarse las manos. Experimenta un alivio, y a partir de entonces se convierte en una adicta al desinfectante de manos hasta que cae enferma y no tiene más remedio que acogerse a una baja. Ya ni siquiera el desinfectante le vale para limpiar la suciedad que la invade. Mientras tanto, los portavoces del banco se limitan a asegurar que “se tomarán todas las medidas necesarias para que esto no vuelva a ocurrir”. La declaración es ambigua, como todas las que emiten las instituciones (políticas, económicas, financieras y demás mafias) puesto que no queda claro si cesarán de presionar a sus empleados para que engañen a sus clientes, o facilitarán ansiolíticos más adecuados en los baños.

Pero Nueva York es eso y mucho más. En una fachada que da al magnífico paseo ajardinado de la High Line (una antigua línea de ferrocarril que cruza parte de la ciudad y convertida en parque urbano) puede leerse en letras gigantes el poema “Quiero un presidente” de Zoe Leonard (New York, 1961), una fotógrafa de fama internacional, una pieza literaria impactante, que comienza: “QUIERO una presidenta bollera. Quiero un presidente con SIDA y un vicepresidente MARICÓN. Quiero ALGUIEN sin SEGURIDAD SOCIAL y que haya crecido en un lugar tan CONTAMINADO que no le haya quedado otra que tener LEUCEMIA. Quiero UNA PRESIDENTA que haya ABORTADO a los 16 y elegir un candidato que no sea “lo menos malo”. Y que acaba: “Y SOBRE TODO quiero saber POR QUÉ ESTO NO ES POSIBLE, quiero SABER CUÁNDO y QUIÉN decidió que un PRESIDENTE ha de ser un PAYASO: siempre un CHULO y nunca una PUTA. SIEMPRE el JEFE y nunca un TRABAJADOR. SIEMPRE un FARSANTE, SIEMPRE un LADRÓN y NUNCA CONDENADO”.

dessal4

Nueva York, la ciudad en perpetua metamorfosis, es también el saxofonista que en la calle detiene su performance un instante para fumar un cigarrillo, mientras su mirada se pierde en el suelo de la acera y la viandantes se apresuran por llegar a un destino que nadie conoce muy bien. El Museo Guggenheim acoge una muestra de Agnes Martin (1912-2004), una de las más grandes pintoras abstractas norteamericanas, que tuvo su primer brote esquizofrénico hacia los cuarenta años.

 

dessal5 dessal6pastedgraphic-3

Su invención, mediante la cual no solo conquistó la celebridad artística sino la serenidad interior, fue el trazado de cuadrículas realizado con lápiz sobre la tela, que luego rellenaba pacientemente con sus pinceles. Una filmación la muestra explicando con mucha lentitud el estado mental de absoluto vacío, de despojamiento radical de todo pensamiento, que le asegura algo parecido a la beatitud. La cuadrícula la sostiene, le da el marco necesario para contener su cuerpo, dejando que su pensamiento se diluya en la pintura aguada con la que trabaja. “Lo importante es no cometer ningún error”, repite en la entrevista. “Concentrarse para no cometer ningún error”. Agnes ha descartado la vía cartesiana de asegurar su existencia en el pensamiento. Tampoco ha elegido la del inconsciente. Prefiere la cuadrícula, que organiza su mundo y le confiere la entidad necesaria para hacer lo único que da sentido a su vida: pintar. Otros artistas, menos sofisticados, adornan las calles con carteles donde sí se piensa.

img_7842

Nueva York -a pesar de sus críticos- sigue siendo el gran melting pot del siglo XXI. No porque la integración racial y religiosa se haya conquistado, sino porque la ciudad acoge todo: al ratón gordinflón que me mira desafiante cuando abro la tapa del cubo de la basura en la calle, a las mujeres que en Times Square hacen topless a plena luz del día para sacarse fotos con los turistas, a los negros que lanzados a toda velocidad en bicicleta y en dirección prohibida lucen una camiseta donde se lee “Soy un asesino del tráfico”, a los judíos ortodoxos que se pasean tocados con extraños sombreros de piel, y a una fauna tan variopinta con la que podríamos llenar centenares de páginas, mientras la vieja e inmortal melodía cantada por Frank Sinatra seguirá sonando en la memoria de todos.

(Octubre de 2016)

img_7892

 

*Fotos del autor