Meteoro nº 12 Lengua y sexo/Ecos de crisis. A. Fuentes, M. Navarro, Y. González-Cámara

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Meteoro nº 12 Lengua y sexo/Ecos de crisis

Contenidos

El sexo y el uso de la lengua, Araceli Fuentes

Crisis en crisis, María Navarro

Crisis: las adolescencias en la hipermodernidad, Yolanda González Cámara

 

Edición para imprimir Nº 12 Lengua y sexo

 

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El sexo y el uso de la lengua

Araceli Fuentes

Analista de Escuela (A.E. 2010-13). Miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP). Docente del Instituto del Campo Freudiano-NUCEP.

Distintos movimientos sociales se rebelan hoy en España contra el uso “machista” de la lengua. A partir de este rechazo tratan de imponer un nuevo uso de la lengua que atañe a la manera de entender el sexo. Ya no utilizan más “el hombre” como universal que designa a hombres y mujeres, ahora lo sustituyen por un agotador “los hombres y las mujeres” o bien utilizan el femenino como universal en sustitución de “el hombre”. Sin duda desconocen que la lengua dice mal el sexo, que un solo término dice en la lengua la diferencia sexual y que en lo que respecta a lo femenino la lengua se queda corta, no puede decir el Otro sexo.

En la última campaña electoral, algunos políticos que se hacen eco de esta corriente impulsada sobre todo por la teoría del género, han utilizado expresiones tales como “nosotras estamos contentas por…“, para referirse a un universal que la lengua corriente dice en masculino. Y no son solo mujeres las que utilizan el femenino dándole un uso universal, algunos hombres han empezado a usarlo de la misma forma. Hemos podido comprobarlo con asombro en TV.

Quienes hacemos un uso corriente de la lengua asistimos un poco estupefactos ante este nuevo fenómeno que trata de forzar el uso de la lengua para hacerla “políticamente correcta”, por creer que hablando en femenino se hace posible lo imposible de decir.

No siempre somos espectadores de lo que está sucediendo, también podemos ser cuestionados por quienes pretender universalizar un uso, en principio privado, de su lengua. Llegados a este punto toda conversación concluye o se convierte en una discusión generalmente sin salida sobre cómo debe usarse la lengua. Se trata de una reforma ideológica de la lengua que se quiere imponer, obviando que hay un real que la lengua no dice y que hay un gusto en el decir difícil de cambiar.

Sabemos que hay sujetos que rechazan los efectos de limitación que la lengua ejerce sobre el goce de los hablantes y prefieren pensar que la represión es cosa de la tradición o de la cultura. También sabemos que la lengua produce goce y es un vehículo de goce. Hasta aquí no hay problema, el problema surge cuando quienes piensan de esta manera exigen eliminar el saber y la razón con el argumento de que solo se trata de aceptar los hechos. Hace poco asistí a una mesa redonda sobre transexualismo en una universidad, cuando uno de los ponentes comenzó a desplegar su teoría sobre el transexualismo se vio interrumpido con agresividad por varios transexuales que le objetaron que toda teoría que trate de explicar un hecho como el transexual es en realidad un rechazo del transexualismo y que no hay que hacer ningún tipo de reflexión sino aceptar el hecho y punto. Lo sorprendente fue que la autoridad académica que asistía al acto se plegó sin decir una palabra ante semejante desatino.

¿Estamos asistiendo al surgimiento de un nuevo fundamentalismo que en nombre de los hechos rechaza el saber?

El rechazo de algunos sujetos a ser nombrados con cualquier término que le dé una identidad sexual se manifiesta en casos extremos entre quienes no quieren ser considerados ni hombre, ni mujer, ni homosexual, ni travesti, ni transexual. Sujetos que, por otra parte quieren ser reconocidos, al menos algunos, como quienes rechazan cualquier tipo de identidad sexual que los identifique.

¿Se plegarán las distintas disciplinas, los distintos saberes, a su autoinmolación para ser respetuosos con los hechos?

¿Qué posición podemos tomar los psicoanalistas frente a este fenómeno tan parecido a cualquier fundamentalismo?

¿Nos resguardamos en la consulta, único lugar donde algo podría ser dicho y escuchado o trataremos de decir públicamente cuál es nuestra posición al respecto? Al parecer la posición pública de Lacan en mayo del 68 frente a los estudiantes desalentó a algunos de embarcarse en opciones como extremas como la guerrilla urbana u otras.

Cuando se habla en público no se sabe si alguien podrá escuchar lo que se dice, no hay garantías de ser oído, lo que no puede ser una coartada para callar. En este caso, me parece que se trata de la ética de cada uno. La ética, que como sabemos no es la relación que tenemos con las normas o los ideales, sino la relación que cada uno tiene con lo real.

 

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Crisis en crisis

María Navarro

Psicoanalista, miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP), escritora y editora. Directora de la editorial MGE y de su colección de Psicoanálisis y Pensamiento.

Para el psicoanálisis cuando hablamos de crisis principalmente hacemos referencia a la crisis de lo simbólico pero aunque no sea un concepto propio de su discurso, sí que evoca, hace presente la manifestación de un real que se aproxima a lo traumático, que es muy diferente a como se utiliza en el discurso contemporáneo, que llega hasta el punto de designarla, en muchas ocasiones, como si fuera un otro responsable de todo lo que nos ocurre para definir lo que no anda.

Este registro estaría en consonancia con la queja generalizada a la que estamos expuestos hoy en todos los medios: «la crisis es responsable de todo», de tal forma y con tal intensidad que parece que ya no hay realidad que no la evoque de algún modo, en línea con las grandes propuestas del discurso neoliberal que utiliza el significante crisis de manera perversa alterando la relación causa-efecto en relación al malestar. Se ha transformado la crisis en causa, con la idea de explicar la degeneración de los valores actuales y los síntomas contemporáneos, tratando de velarlos con fórmulas que no hacen más que relanzarlos bajo un discurso que demanda el estado del bienestar.

Es algo que nos afecta con una potencia inédita en los últimos años ya sea en el marco de la economía, la política, la educación, la intimidad, el arte, etcétera. Lo que ha ocurrido en Grecia es un ejemplo o el escenario global de los llamados big-data, nuevo semblante del Mercado, donde lo importante es manejar el máximo posible de datos en función de unos patrones generalizados que borran todo lo relacionado con la singularidad y que finalmente lo que hacen es favorecer el control y potenciar la falta de creatividad, cualquier ventana que permita la invención. Podemos apreciar esta tendencia incluso en parcelas que han permanecido históricamente a salvo de la uni-formación, como son las de la literatura y el arte.

En la educación funciona de una manera alarmante, al tratar de catalogar cada vez más las conductas de niños y jóvenes para predecirlas y reeducarlas; o en las relaciones amorosas, donde la solución a la imposibilidad de la complementariedad parece que está en escoger al partenaire a través de perfiles que solo apuntan a consolidar lo imaginario al precio, en muchos casos, de alejar al sujeto de la experiencia del don del amor. O en la vertiente laboral, donde el sujeto que queda sin trabajo, por ejemplo, es nombrado como «parado», entrando en un circuito donde en muchas ocasiones termina finalmente sintiéndose culpable de no encontrar trabajo o, incluso, identificado con el desecho hasta llegar, en muchos registros, a «no tener nada que perder» dando lugar en ocasiones a desencadenantes trágicos. O sobre aquellos sujetos que mantienen creencias religiosas, que pertenecen a otras culturas, o simplemente se alejan del «canon» del ciudadano ideal, abriendo toda una problemática en relación a la diferencia. Dando lugar a discursos xenófobos, que en sus vertientes más radicales actúan en nombre de lo absoluto, hasta llegar a desencadenantes tan terribles y extremos como los acontecidos este último año en Túnez, recientemente en Francia o Malí y donde los muertos son el testimonio silencioso de aquello que rechaza toda singularidad, y los vivos la encarnación del temor a ser víctimas del terrorismo, o el miedo a ser excluidos de una sociedad a la que pertenecen.

O el éxodo masivo desde las diferentes geografías del horror hacia lugares donde colmar el sueño de un destino más amable, y cuyo encuentro con lo real del rechazo marca el límite.

O sea, que se habla de crisis para todo, de manera colectiva y como causa. Pero la llamada crisis es sin embargo vivida de una manera distinta por cada sujeto, ante una misma situación social o realidad colectiva. Una manera que vendrá marcada por la forma singular, única e intransferible de cada uno. Es lo que escuchamos los psicoanalistas a diario en las consultas ante las diversas cuestiones que llevan a un sujeto a visitarnos. Aquello que diferencia lo colectivo en tanto social y lo que el sujeto vive y padece como íntimo, siendo la crisis el resultado de aquello con lo que nos encontramos, que nos atraviesa y ante lo que las palabras no alcanzan para simbolizar fácilmente.

Aspectos que van más allá de lo individual y que cada vez más el escenario social diluye y el colectivo encubre, como señalara Miquel Bassols en una entrevista reciente. Y que desde el psicoanálisis nos lleva a posicionarnos frente a este significante desde la perspectiva de la responsabilidad subjetiva, la implicación que cada uno tiene con aquello que le ocurre y la posición que toma ante eso, que es una vía muy diferente a responsabilizar al otro.

Para eso hay que abordar la crisis, cada crisis, como la oportunidad de abrir una interrogación frente a las soluciones estandarizadas pues a la vez que pone de manifiesto un real imposible de soportar que nos atraviesa, uno puede abrirse a nuevas dimensiones; inventar, salir del mundo tal como era; hacer la experiencia de una libertad diferente que la misma crisis introduce. Al precio del objeto, eso sí, ese que no tiene representación y que jamás hemos tenido.

El acto analítico otorga la posibilidad de ese corte en el tiempo del sujeto, permite una vía a la invención y poder hacer de otra manera con el resto no simbolizable, lo que el Mercado no colma, permitiéndole ir hacia lo desconocido, hacia aquello que no se sabe, aquello por venir que potencia el deseo y acontece quizás como poema.

El lugar para lo singular de cada uno, frente a los discursos de la uniformidad y de la muerte.

 


 

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Crisis: las adolescencias en la hipermodernidad*

Yolanda González Cámara

Psicoanalista, miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

 

Tomaremos la cuestión de la adolescencia para pensar la crisis, y, a su vez, considerarla en el contexto de las coordenadas de nuestra civilización.

En líneas generales, afirmamos que hay crisis cuando el discurso, las palabras, es decir, todo el entramado simbólico resulta inoperante para atemperar algo, algo que se torna imposible de domeñar. Los sujetos vienen a análisis porque están en crisis, porque algo del orden de su mundo ha resultado fracturado.

Hace no mucho, un analizante relataba que su padre siempre le decía: “Todo tiene solución menos la muerte”; él había acudido a análisis porque, sin estar muriéndose, sentía, lleno de angustia, estar ante un problema sin solución. Él hablaba que eso que le decía su padre, es un axioma para él, forma parte de su estructura, no puede no ser, es parte de su manera de vivir. Esto, lo tiene en crisis.

De este modo, la crisis aparece como un momento de ruptura, donde se quiebra la línea del tiempo; un acontecimiento que extrae al sujeto de su rutina y le lleva a elaborar una nueva relación con aquello que le angustiaba.

Entonces, podemos decir, los analistas somos amigos de la crisis: los sujetos vienen al análisis porque están en crisis, y, dentro de la cura psicoanalítica, los momentos de crisis pueden ser los más delicados, pero también los más fecundos.

Vamos ahora a trazar brevemente las coordenadas de la época que nos está tocando vivir, para así poder ubicar mejor lo que supone la crisis de la adolescencia en el contexto de la crisis de la hipermodernidad. Y para situar también por qué cada vez más, los analistas estamos pensando, lo que llamamos las adolescencias, como un síntoma de nuestra época.

Desde luego, las coordenadas de cada época no son sin consecuencias subjetivas, lo cual, como veremos, se manifiesta muy claramente en el campo de la adolescencia.

Destacan sobre todo dos coordenadas que, a nuestro entender, caracterizan fuertemente el momento actual.

En primer lugar, asistimos a una fractura del orden simbólico. En las sociedades tradicionales, lo que ordenaba la vida eran las cadenas simbólicas. Los sujetos ordenaban su vida y se regían por los designios del Otro. Vemos síntomas de la fragilidad del orden simbólico por todos lados. Apenas instaurado un sistema simbólico, tiembla para ceder sitio a otro. La primavera árabe, por ejemplo, ya nos parece una vieja historia; sin embargo, sólo hace unos tres años de ella; desde entonces, aún no hemos visto establecerse un nuevo orden en todos estos países.

En el campo de la Ciencia vemos igualmente surgir comités de ética por todos lados, que nos vuelven a remitir a la fragilidad del orden simbólico: si existen tantos comités, es porque no está claro dónde está el límite de la investigación científica.

La segunda gran coordenada que rige nuestra época es que esta caída de los ideales ha sido sustituida por la fabricación y el consumo de toda clase de objetos susceptibles de procurar una satisfacción inmediata. El sujeto hipermoderno está enganchado a su blog, su whatsapp, tablet, móvil y toda suerte de gadgets. Estos objetos permiten colmar la falta sin pasar por las vicisitudes que comporta el encuentro con el Otro. El objeto gadget no vendrá a protestar, no abandonará, abusará y un largo etcétera de “complicaciones” que podrían ocurrir en el encuentro intersubjetivo.

Las manifestaciones del poder del objeto frente al declive de lo simbólico son muchas y variadas. Tomaremos sólo el tema de la felicidad. Observamos cómo desde finales del siglo XX los sujetos están atravesados por la obligación de ser felices. El tema de la felicidad ha sufrido un gran viraje en las últimas décadas: si antes la felicidad era un anhelo, un deseo puntual y evanescente, dado sólo en escasos instantes de la vida, ahora se ha tornado en una obligación; el sujeto, en general, se cree obligado a ser feliz continuamente, y, si no, es culpable.

Hay muchos síntomas en lo social de esto. Una compañía de un famoso refresco ha creado el Instituto de la Felicidad para cuantificarla; vemos igualmente a algún científico proclamando que ha sido feliz siempre, en todos los instantes de su vida.

Estamos asistiendo, entonces, en nuestra época, a una incertidumbre creciente: ya no se sabe dónde se va a vivir, ni si la casa es para siempre, si uno va a ser echado del trabajo, etc. Sobre este fondo de precariedad “in crescendo”, hay una exigencia y una promesa de felicidad al alcance de la mano, una promesa de satisfacción completa, no atravesada por la falta, como el deseo. Por eso, entendemos que uno de los grandes males de nuestro siglo es la depresión; recordemos que si hay algo que caracteriza al deprimido es la falta de deseo.

De este modo, el discurso imperante, el malestar de nuestra civilización, tiene que ver con este “¡Sea usted feliz!”.

Bien, declive simbólico y promoción del objeto de goce sin diques simbólicos o con diques muy frágiles. Estas son las aguas en las que tienen que navegar nuestros adolescentes.

Vayamos ahora a la crisis de la adolescencia. O, mejor dicho, adolescencias en plural, pues no hay un único modo de responder a la travesía que supone hacerse mayor; no hay un modo estándar de responder al enigma de cómo hacerse un hombre o una mujer.

Y aquí acuden a nuestra memoria unas palabras de Antonio Gala en “Dedicado a Tobías”, sobre los efectos del despertar de la adolescencia: “La pubertad te va cambiando el cuerpo; la adolescencia, el alma. Y tú, sobrecogido, te preguntas quién fuiste y quién eres, y en quién te vas a convertir. Dos sillas tienes: la infantil y la adulta, y te sorprendes sentado en el suelo…”. Es, sin duda, una precisa manera de hablar de lo que Philippe Lacadée ha llamado “la más delicada de las transiciones”, retomando una bella expresión de Victor Hugo.

Freud, en “La metamorfosis de la pubertad” (“Tres ensayos para una teoría sexual”), compara la pubertad con la excavación de un túnel que empieza simultáneamente por sus dos extremos: se agujerea la autoridad del Otro, el saber, su consistencia, por un lado; en el otro extremo, un agujero que tiene que ver con la propia vivencia del cuerpo. Dos agujeros, entonces, el que se refiere al saber, y el relativo al goce.

El adolescente percibe a menudo las modificaciones de su cuerpo como otro cuerpo íntimo y extraño a la vez. Preso de un sentimiento de íntima extrañeza ante su metamorfosis, se enfrenta a algo del orden de lo intraducible en la lengua del Otro, se confronta a un impasse, al sentimiento de un vacío teñido de vergüenza.

La pubertad, todo ese cortejo de cambios físicos, es algo traumático, crítico, a lo que el adolescente no sabe cómo hacer frente. Podríamos pensar la adolescencia como una crisis del saber; no hay saber universal que venga a ceñir todas esas transformaciones y acontecimientos corporales que suponen la pubertad. La adolescencia, entonces, va a ser todo el proceso psíquico que va a tener que hacer el sujeto para poder hacer frente a la pubertad.

Porque, con lo que el adolescente se da de bruces, es con la pregunta esencial de cómo arreglárselas con la sexualidad; y es precisamente este límite de discurso lo que socava la autoridad de la palabra de los adultos y genera una auténtica conmoción emocional. El adolescente no tiene la respuesta, y, los adultos tampoco.

En el mundo humano, a diferencia del mundo animal, no hay proporción sexual, no hay recetas para saber hacer con la sexualidad; necesariamente, eso fracasa para cada uno. Con esto es con lo que se topa el adolescente.

No hay, pues, relación en el sentido matemático del término entre hombre y mujer; no hay un saber instituido, de manera que ninguna palabra conviene a lo que se modifica en el cuerpo del adolescente y al encuentro con el otro sexo. El sujeto adolescente no dispone de ninguna respuesta ya preparada ante lo que podríamos llamar bullir pulsional. En este sentido, podemos nominar la adolescencia como una auténtica crisis: no hay palabra, no hay simbólico que pueda ceñir de entrada el huracán, el tsunami que supone el despertar sexual en la adolescencia.

El adolescente está exiliado de su cuerpo de niño y de las palabras de su infancia, que no sirven ya para decir lo que le pasa. No tiene la respuesta, la palabra que nombre ese bullir pulsional; más bien, va a tener que construir una respuesta singular, personal e intransferible. Por eso, pasará mucho tiempo en su habitación, haciendo frente a un intenso trabajo de elaboración psíquica, construyendo un nuevo modo de estar en el mundo.

Entonces, para construir esa respuesta personal acerca de cómo hacer con ese en-más de sensaciones corporales, para darse una respuesta sobre cómo ser hombre o mujer, y para hacer una elección de objeto homosexual o heterosexual, el adolescente va a tener que echar mano de todos los diques simbólicos y todos los recursos imaginarios que estén a su alcance.

En este sentido, un analizante me decía que no sabía qué habría sido de él si a la edad de 13 años no hubiera aparecido un maestro en su vida. Proveniente de una familia donde el padre aparecía completamente desvalorizado por la madre, él se agarró a ese maestro (al que sólo tuvo durante un curso) como a una tabla de salvación. El maestro apareció así como alguien que había sabido arreglárselas con su cuerpo de hombre y como una figura de autoridad que podía tener un cierto lugar en el mundo; apareció, en definitiva, como un mapa que le permitió orientarse en los vericuetos de la sexualidad.

Queremos incidir con esto en la idea de que, por supuesto, importa lo que el adolescente se encuentre a su alrededor; todos los recursos imaginarios y simbólicos podrían ser bienvenidos. Sólo que lo que el adolescente se encuentra ahora en el Otro contemporáneo es ese “empuje a ser feliz” del que hablábamos antes, ese empuje a lo ilimitado. Y esto sí que complica las cosas. Entendemos que los adolescentes de ahora pueden estar mucho más colmados de objetos, pero, sin embargo, están mucho más desasistidos en lo fundamental. Nos gusta mucho una frase de Françoise Dolto, en la que afirma que lo único que no perdona un adolescente es que se le deje caer.

Porque, si bien los padres y adultos que rodean al adolescente tampoco tienen la receta sobre cómo ser hombre o mujer, bien es verdad que pueden ofrecerle un marco a ese proceso de construcción de una respuesta que es la adolescencia.

Es decisivo, en este momento vital, en esta delicada transición que decíamos antes, el encuentro con adultos que ofrezcan un marco, una contención, que a veces es buscada por los adolescentes con actings muy aparatosos.

Frente a ese en-más de sensaciones corporales, frente a la no validez ya de las identificaciones infantiles, pueden aparecer posiciones desafiantes, conductas que ubican al adolescente fuera del ideal de la familia. Aquí no estaríamos en el peor de los casos, puesto que habría una cierta llamada al Otro.

Sin embargo, a medida que estos intentos de ligazón se frustran, la angustia podría resolverse en actos cada vez más extremos.

Entonces, nos parece que este declive, esta debilitación del orden simbólico, esta falta de mapa que tiene el adolescente actual para orientarse está teniendo efectos claros en las adolescencias de nuestra época. En este sentido, cada vez más estamos asistiendo a fenómenos como el cutting, es decir, el cortarse para poner freno, en ausencia de lo simbólico, al dolor psíquico (habitualmente en forma de angustia); una adolescente me decía que cuando se cortaba la piel de brazos y piernas, los recuerdos terribles que venían a su cabeza, cesaban, lo cual le procuraba un alivio considerable.

Así mismo, observamos también el incremento de escarificaciones en los adolescentes; este tipo de tatuaje, diferente al tradicional, se realiza por medio de cortes o quemaduras. Las escarificaciones, procesos extremadamente dolorosos, apuntan en el mismo sentido, a nuestro entender. El adolescente, de este modo, inscribe marcas reales en su cuerpo, a falta de lo simbólico que venga a inscribir algo de lo real.

Entonces, y para concluir, diremos que esta carencia simbólica de nuestra civilización, hace especialmente vulnerable al sujeto adolescente. Por esta razón las adolescencias constituyen un síntoma de nuestra época, cuestión ésta que nos hace estar absolutamente concernidos por el tema.

 

* Intervención realizada en la mesa redonda “Crisis, ¿qué dicen los psicoanalistas?”. Realizada en La Térmica, Centro de Cultura Contemporánea de la Diputación de Málaga. Octubre/2015.

 

BIBLIOGRAFÍA

Freud, S. (1905): “Tres ensayos para una teoría sexual”, en Obras Completas, Tomo IV. Editorial Biblioteca Nueva

Lacan, J. (1974): “Prefacio a El despertar de la primavera”, en “Intervenciones y textos 2”. Ed Manantial

Miller, J.A. (1990): “El banquete de los analistas”. Ed Paidós

Lacadée, P. (2010): “El despertar y el exilio. Enseñanzas psicoanalíticas sobre la adolescencia”. Ed Gredos